
Hacia un nuevo humanismo digital
27 julio 2020

¿Pueden el diseño de productos y servicios, y los procesos de innovación, contribuir a devolver el humanismo a la sociedad a través de los espacios digitales?
«Gobiernos del mundo industrial, ustedes, gigantes cansados de carne y acero, vengo del ciberespacio, el nuevo hogar de la mente. En nombre del futuro, les pido a los del pasado que nos dejen en paz. No son bienvenidos entre nosotros. No tienen soberanía donde nos reunimos.»
Así comienza la «Declaración de independencia del ciberespacio», publicada en 1996 por John Perry Barlow, el cofundador del grupo de derechos de Internet Electronic Frontier Foundation. Por aquel entonces muchos de nosotros vivíamos en una nueva Arcadia digital en la que confluían las artes y la tecnología, un espacio virtual en el que las personas podían desarrollar completamente su creatividad y vivir una existencia al margen de los constructos legales, sociales y comerciales del Mundo Real™️. Un nuevo Renacimiento con un enfoque humanista, en el que la tecnología estaba al servicio del desarrollo integral del ser humano. Y pensábamos que duraría para siempre, pero no fue así.
De hecho, la Declaración de Barlow fue la respuesta a la aprobación de las primeras leyes regulatorias de Internet en Estados Unidos. Veinticinco años después esta lucha por la no regulación ha quedado en la historia de la Red como un capítulo casi olvidado. Los gigantes llegaron. Primero los de siempre, cuando el ciberespacio comenzó a oler a mercado fresco y las grandes agencias de marketing y publicidad se lanzaron a la conquista de nuevos territorios. Después aquellos que, como César o Palpatine, pretendían salvar la República y terminaron imponiendo su propio Imperio, aquel en el que dejamos de ser ciudadanos y nos convertimos en productos. Empresas como Google o Facebook, que no provenían del viejo mundo industrial sino que nacieron en y para Internet, comenzaron su andadura prometiendo cumplir y hacer cumplir máximas éticas tan difusas como «No hagas el mal».
Así, transformaron el ciberespacio: ordenaron la información del mundo, aceleraron la implantación de infraestructuras que permitieron un acceso casi universal, crearon nuevos sistemas de comunicación y ofrecieron a la humanidad todo tipo de productos gratuitos que superaban ampliamente en funcionalidad y experiencia de uso a aquellos que veníamos utilizando. Y así pasamos, felices, de basar nuestra vida digital en sistemas públicos de código abierto a depender de otros privados, propiedad de las grandes corporaciones, a las que pagamos diariamente con nuestros datos. Abandonamos IRC para comenzar a utilizar Messenger, y después WhatsApp; de la blogosfera pasamos a Twitter y Facebook (y todos sus retoños); de los servidores locales a almacenarlo todo -todo- en los centros de datos de Google y Amazon.
El Senado Galáctico, el Word Wide Web Consortium o W3C, es el organismo internacional que regula los estándares de uso en Internet y vela por el cumplimiento de los mismos y por la protección de los derechos del ciudadano digital. Aunque en el consorcio tienen representación más de 400 instituciones públicas y privadas, a día de hoy está controlado por las grandes corporaciones, que impulsan la aprobación de estándares basados en sus propias tecnologías.
De esta forma la vieja Arcadia se ha transformado en un gran centro comercial, en el que la tecnología y la creatividad han dejado de servir al desarrollo del ciudadano para convertirse en un motor de negocios. Y nosotros, sus habitantes, lo aceptamos de buena gana a cambio de la comodidad que nos ofrecen los productos «gratuitos» servidos por los gigantes del sector. No parece una situación fácil de revertir. ¿Cómo podemos, desde los procesos de innovación en productos y servicios, devolver el humanismo a Internet? ¿Y cómo podemos extender esta visión desde el mundo digital al Mundo Real™️? Se suele decir que los procesos de innovación residen en la intersección de tres ejes: negocio, diseño y tecnología. Vayamos por partes:
Negocio
Asumámoslo: lo hacemos por dinero. O al menos no lo haríamos si no hubiera dinero de por medio. Y eso está bien. A veces olvidamos que todos los avances científicos, tecnológicos y artísticos generados durante el Renacimiento fueron financiados por las grandes fortunas de la época, que en muchas ocasiones no buscaban el crecimiento espiritual del ser humano, sino ganar una guerra, hacerse con un nuevo mercado o pasar a la posteridad en un bello retrato.
Más o menos sucede lo mismo con cualquiera de nuestros clientes actuales. Es nuestra responsabilidad encauzar sus recursos para crear productos y servicios que, además de generar beneficios económicos, redunden en el bienestar de las personas y en la protección del medio ambiente, alineándonos así con la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, articulada a través de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pero nuestra ventajosa posición cercana a las mesas de dirección nos otorga un gran poder adicional (y una gran responsabilidad): podemos rediseñar las propias organizaciones para las que trabajamos.
Poco a poco, pero de forma imparable desde hace más de una década, se está redefiniendo el concepto mismo de empresa. Y la visión clásica de «instrumento para generar lucro» está dando paso a un nuevo enfoque en el que el éxito de las compañías se mide a través de un triple balance: económico, ecológico y social. No se trata ya de crear organizaciones sin ánimo de lucro para paliar los problemas que afectan a las personas y al planeta, sino de utilizar el poder del mercado para dar soluciones concretas a problemas sociales y ambientales. Capitalismo con propósito. Los beneficios, la facturación, los dividendos pasan a ser un medio, no un fin. Iniciativas como la certificación B Corporation son cada vez más populares, y es responsabilidad de los profesionales del diseño, el marketing y la comunicación ayudar a las empresas a transformarse, y a los consumidores a exigir esta transformación por parte de las mismas, especialmente de aquellas que hoy por hoy dominan el mercado e Internet.
Diseño
El diseño, y en particular el diseño de productos y servicios, es probablemente la actividad que tiene hoy en día un impacto más notable y de efecto más inmediato en la sociedad. De los estudios de innovación surgen los productos que no solo consumimos, sino que adoramos; los servicios de los que dependemos; las marcas de las que nos declaramos fans; las tendencias a las que nos apuntamos; los dispositivos que convertimos en extensiones de nosotros mismos; las redes sociales a través de las que nos comunicamos y establecemos lazos con personas de todo el planeta… Por supuesto todo esto es el fruto de un esfuerzo conjunto entre diseñadores, tecnólogos y especialistas en negocio. Pero es en el diseñador en el que recae la responsabilidad de observar al usuario, entenderlo y abogar por él. No en vano en los últimos años se han incorporado a esta disciplina todo tipo de profesionales llegados desde las humanidades: psicólogos, sociólogos, antropólogos, filósofos…
Es también significativo cómo a lo largo de las últimas dos décadas hemos ido cambiando el término con el que nos referimos a nuestros principales stakeholders: de «consumidores» pasamos a «usuarios», y de ahí recientemente a «personas». El cambio no es banal. Refleja una realidad: ni todos los usuarios de un producto o servicio emplean recursos propios para «consumirlo» ni hay una forma válida de estandarizar su comportamiento y facilitar su modelado. Cada persona es única, y sus anhelos, miedos, necesidades y limitaciones dependen de su contexto, que además cambia en cada momento. Es lo que nos hace humanos.
Esto es lo que convierte en vital el proceso de investigación y análisis previo al diseño, desde una perspectiva humanista. Los datos agregados no representan a cada persona. El data driven design es una herramienta poderosísima para identificar necesidades y comportamientos, y para dirigir los procesos de optimización continua de un producto, pero debemos ser extremadamente críticos con las técnicas de diseño basado en datos, para evitar sesgos y llevar a cabo un diseño verdaderamente inclusivo, que no deje a nadie fuera.

Debemos entender, además, que el objetivo del diseñador no siempre es simplificar y facilitar la vida de las personas a cualquier precio, por muy tentador que sea el mantra «keep it simple». La innovación debe ayudar a las personas, pero no sustituir aquellas tareas que nos hacen humanos. La responsabilidad de nuestras decisiones es solo nuestra, y por lo tanto tenemos el deber de entender lo que la tecnología hace por nosotros. Facilitar todos los procesos no puede ser el único objetivo. Hay tareas y procesos que deben ser difíciles, porque eso los dota de sentido. Una máquina que se haga cargo del cuidado de un bebé puede simplificar mucho la vida de sus padres, pero les roba la experiencia de serlo, y al bebé la de que sus padres le cuiden. Hay que mantener humano lo que de otra forma corre el riesgo de convertirse en mecánico.
Se hace más necesario que nunca integrar una reflexión ética en nuestros procesos de diseño, y anticipar, en la medida de lo posible, las distintas ramificaciones que el futuro uso de nuestros productos y servicios puede tener. Cuando se ideó Twitter, ¿alguien imaginó que con el tiempo se convertiría en un medio de comunicación global nunca visto anteriormente? ¿Que después, por su propia estructura, favorecería la creación de cámaras de eco y burbujas de información? ¿Que esto finalmente contribuiría significativamente a la aparición de nuevos movimientos extremistas? Y más importante aún: ¿Qué efecto habría tenido hacer esta reflexión?
Tecnología
La definición clásica de ingeniería coincide con la de diseño: identificar problemas y resolverlos aplicando la creatividad. La diferencia es el enfoque: mientras el diseñador utiliza la empatía y su conocimiento de las personas el ingeniero utiliza la tecnología. Su responsabilidad es desarrollar nuevos recursos e integrarlos en productos y servicios para mejorar la experiencia, optimizar procesos y reducir costes. En años recientes se han alzado dos tendencias que están modelando, no solo el paisaje digital, sino los marcos de relación social entre los ciudadanos. Por un lado el surgimiento y la popularización de nuevas tecnologías basadas en la inteligencia artificial y el procesado de grandes cantidades de datos sobre los usuarios. Por otro, la concentración de las infraestructuras en manos de los grandes gigantes tecnológicos.
La primera plantea un enorme reto desde un punto de vista ético, y nos pone en la tesitura de tener que elegir utilizar o no una tecnología prometedora antes de haber desarrollado el necesario marco ético y legal sobre la misma. La realidad es que el mercado empuja, y nos encontramos ya con preguntas no resueltas como ¿de quién es la responsabilidad de una mala decisión tomada por una inteligencia artificial? ¿Cómo se decide con qué datos entrenar a un sistema inteligente para evitar sesgos? ¿Cómo se pueden auditar los algoritmos inteligentes, para entender cómo justifican sus decisiones? ¿Es lícito utilizar datos privados (cedidos voluntariamente, aunque de forma casi inconsciente) para identificar individualmente a los ciudadanos, lo que nos permite mejorar las cotas de seguridad a costa de una pérdida de libertad? ¿Es admisible utilizar armas autónomas, que no necesitan de un operador consciente y responsable para tomar decisiones que implican la pérdida de vidas?
Movimientos como los de Facebook, retirando del mercado sus soluciones de identificación facial para terceros, Alphabet (la matriz de Google) renunciando al negocio de las armas autónomas o Apple liderando la cruzada global por la privacidad son esperanzadores, pero el avance tecnológico y la demanda social (civil y militar) siempre son más rápidos que los procesos de reflexión ética, y es responsabilidad de diseñadores y tecnólogos permanecer vigilantes.
Por otro lado, al surgimiento de nuevas tecnologías que favorecen el control de la población hay que sumar que durante las últimas dos décadas hemos asistido a un cambio de paradigma en el concepto mismo de Internet: de un espacio público basado en infraestructuras comunitarias hemos pasado a un conjunto de espacios digitales privados basados en infraestructuras propietarias, en manos de un puñado de compañías que tienen, de facto, más poder que la mayor parte de los estados del planeta.
Los gigantes digitales han sembrado el mundo de centros de datos, centrales de proceso y redes de comunicación, ofreciendo de forma gratuita estos servicios a la humanidad a cambio solamente de custodiar -y utilizar- nuestros datos. Es un regalo envenenado que los convierte en realidad en los dueños de ágora pública. Tal vez ha llegado el momento de replantearnos la estructura misma de la Red, y favorecer el uso de tecnologías como, Dfinity un nuevo estándar que permitiría crear aplicaciones que se ejecutarían en la propia red en lugar de en servidores propiedad de Facebook, Google y Amazon. El Protocolo de Ordenadores de Internet (ICP) se suma a la lista de iniciativas que intentan que la web vuelva a ser un lugar democrático y libre.
La aparición de Internet supuso un hito en la historia de la humanidad, probablemente a la altura de la construcción de las vías romanas o de la invención de la imprenta. En primer lugar por su impacto como catalizador del resto de tecnologías, facilitando por primera vez la comunicación instantánea a nivel mundial y la colaboración en tiempo real de equipos distribuidos por todo el planeta. Pero sobre todo porque ofrece un nuevo espacio público en el que toda la humanidad tiene cabida; un ágora mundial para ensayar nuevos modelos de participación ciudadana, y un escenario de creación y desarrollo colectivo como nunca se ha visto. Son los cimientos ideales sobre los que construir un futuro humanista, centrado en el desarrollo integral del ser humano y en la protección del medio ambiente. Los diseñadores y los profesionales que trabajamos en procesos de innovación tenemos la oportunidad de contribuir significativamente a este futuro.
Alan Kay, ingeniero y diseñador, y uno de los pioneros en diseño de interacción, dijo una vez: «La mejor manera de predecir el futuro es crearlo». ¿Nos ponemos manos a la obra?

