
A la hoguera con los revolucionarios
22 mayo 2014
Estamos locos. Vivimos en un tiempo presente que, en realidad, parece el futuro. De hecho, muchas de las cosas que hoy están pasando son esas cosas que veíamos en las películas de ciencia-ficción o que leíamos en las novelas de Julio Verne.
Y no. No hablo de que la Liga de fútbol la haya ganado el Atleti o de que la final de la Champions League, en Lisboa, sea el derbi madrileño.
Hablo de cómo la tecnología está cambiando nuestro día a día. De cómo estamos viviendo, sin darnos cuenta, un cambio de era. De cómo se está transformando la forma en la que nos comportamos en base a las posibilidades que se han abierto gracias a los desarrollos que, desencadenados por las invenciones, han arrastrado a todo lo demás.
Hubo un tiempo en el que escribíamos cartas de amor y las enviábamos por correo ordinario. Con su sello y todo.
Existió una época en la que los niños iban a buscar a sus amigos para bajar a la calle a jugar a la pelota llamando a los telefonillos: ¿Está Paco? Es para ver si baja?.
Vivimos unos años en los que, hay que ver, nos sabíamos de memoria los teléfonos de la chica que nos gustaba de clase (aún nos lo sabemos, de hecho) y, sin embargo, hoy somos incapaces de recordar el móvil de nuestra madre.
No hace tanto de esos años en los que no existían los programadores de iOS. Ni los Community Managers. Ni los analistas de datos. No hace tanto de esa época en la que los SMS eran la auténtica revolución que iba a cambiar nuestras vidas ni de ese amigo visionario que te decía algo así como compra acciones, compra cuando te veía con tu flamante Nokia 3310 mientras que juraba a mí no me verás con uno de esos.
En esa época de minorities reports y quintos elementos nos imaginábamos un futuro futurista, valga la redundancia. Con todo hiperconectado, pantallas táctiles, realidad aumentada, aparatos que nos permitían interactuar con objetos, vehículos que levitaban y coches sin piloto…
Oh… Wait.
Ya estamos ahí. Nos encontramos, definitivamente, en ese momento en el que todo aquello que creíamos que no iba a llegar está presente en nuestro día a día. Y lo está mucho más de lo que nos imaginamos.
Hasta hace poco, aquellos que andábamos enganchados al smartphone de turno o, en general, a las nuevas tecnologías, éramos unos frikis. Nerds. Gente rara. No éramos reflejo de la sociedad. Hoy, sin embargo, y pese a que muchos aún consideran que es así, la realidad está por encima de la ficción.
Esos que aún hoy aseguran que ellos no son de esto de las nuevas tecnologías y que se trata de una moda pasajera son los primeros que, todas las mañanas, lo primero que hacen es apagar la alarma… en su smartphone. Son los mismos que le dicen a sus amigos algo sobre el partido del fin de semana a través del whatsapp, los que consultan en Google Maps cómo ir a casa de su cuñado o los que escuchan Spotify cuando salen a correr.
Nos comportamos de forma diferente porque tenemos diferentes herramientas para solventar nuestras necesidades. Y no hacerlo sería, literalmente, estúpido. Si hoy utilizamos whatsapp es porque todos nuestros contactos lo utilizan, es sencillo, casi gratis (no vamos a hablar del ridículo que hacemos al no querer pagar un euro por un servicio como este) y, sobre todo, útil.
Si ayer comenzamos a comprar billetes de avión y reservar nuestros hoteles a través de Internet y hoy no nos imaginamos hacerlo de otra forma es, igualmente, porque es, ni más ni menos, progreso. Evolución.
Como la rueda. Como el fuego. Como la imprenta. Como la electricidad. Como la aviación. Como la batamanta (ehem).
La sociedad ha cambiado. Los individuos se comportan de forma distinta. Aparecen nuevos puestos de trabajo que antes eran impensables. Programadores que tienen que aprender nuevos lenguajes otrora inexistentes para dispositivos inconcebibles un lustro antes, emprendedores que logran el éxito inventando algo que funciona exclusivamente en una herramienta inventada, a su vez, por un visionario (léase Jobs), oportunidades laborales…
Y, claro, individuos que consumen de forma diferente. Que buscan cosas que antes no buscaban. Que necesitan cosas que antes no necesitaban. Que provocan que, entre todos aquellos que producen bienes y servicios con un fin lucrativo, es decir, empresas, existan sólo dos tipos: las que entienden este nuevo paradigma de transformación digital y las que no. Las empresas modernas y las obsoletas. Las empresas que triunfarán o las empresas que están abocadas a la desaparición.
Las empresas tradicionales se están encontrando, además, con algo completamente inaudito: las nuevas empresas, nativas digitales, start-ups creadas, generalmente, por jóvenes adalides de las bondades del nuevo mercado, y que están derribando a base de éxito todos los pilares del mundo empresarial de antaño. Bendita competencia. Bendita innovación.
Y de las empresas, a los gremios. Primero, los medios de comunicación que vieron como su negocio se desmoronaba con la democratización de la información. Luego, el turismo y los transportes.
En las últimas semanas, una de las marcas más disruptivas del mundo, Uber, ha hecho realidad su imparable expansión internacional. Mientras los gremios de taxistas de ciudades como Barcelona intentan luchar contra la evolución, ciudades como Bogotá intentan legislar contra los avances, o Bruselas toma decisiones de dudosa ética, la empresa californiana no hace otra cosa que crecer y crecer.
Mandar a la hoguera a los revolucionarios o sumarse a la revolución.

